Corre, corre
Llegué a Veliko Tarnovo ataviada con el vestido verde de la graduación y cargando mis entrañas.
Entré a la galería tambaleándome, exagerada y dramática, lista para dejar mi alma sobre la alfombra. Fui detenida, convencida, calmada y sedada sobre el viejo sillón. Intentaron curarme con agua mineral y Coca Cola, pero no sabían que la enfermedad había sido solidificada, cimentando sus raíces en el fondo de mi cabeza.
La fui descubriendo poco a poco, al caminar por las calles empedradas del centro, mientras el vestido se me pagaba al cuerpo. Sudando frenética entré al baño de la Galería Nacional e intenté arrancarme la piel, pero al fracasar y con intención de llorar, abandoné al noruego que me cuidaba por unos pelados.
Queriendo reducir me quité el corpiño llevandolo hecho bolita en las manos. Al encontrar una tienda de segunda mano debí haber comprado un cambio, pero solo era capáz de podía abrirme paso por la ciudad en un estado de trance.
Deseé una siesta con todas mis fuerzas, pero mi casa estaba lejos y no tenía dinero. Me eché a dormir en una ensaláda de jitomates y pepino, que me invitaron. Y deseé amargamente que me cubriera una manta blanca de queso Sírene.
Las próximas horas las pase perdida. Aguantando el calor. Deseando que bajara el sol o pudiera irme. Era prisionera de la tela verde que me consumía, me rompía, me desestabilizaba. Y a la espera, el sol ardía en mi piel derritiéndola, convirtiendo el vestido en líquido que se pegaba como plástico quemado, comiéndose mi carne a pedazos.
En aquel festín, en un espasmo de segundo, las grietas del cielo se cubrieron y podría haber corrido, huido, reclamado tiempo o espacio. Pero solo pude sentarme en los escalones de piedra y prender un cigarro.