Belgrado fue la primera ciudad de Europa del Este que conocí. Montada en el carro me recibieron con brazos abiertos y lamentos ahogados, edificios destruidos por la guerra y grafitis nacionalistas. De bienvenida escaleras de lúgubre belleza y la sonrisa de una mujer cálida que me ofrecía hojaldres rellenos de pasta de cereza. Los hojaldres se convirtieron en una de mis cosas favoritas y en rutina. En las mañanas nunca faltaba el pan ni el yogurt bebible, que me hacía agua el corazón pues me recordaban al que me daba mi mamá. Aun kilómetros cruzando el atlántico me sentí en casa. El mar era una cosa que le faltaba a Belgrado, pero te podías engañar con la vista del rio Danubio, resplandeciente bajo el sol tenue de otoño. Aunque el aire se preparaba ya para el invierno, octubre aun dejaba suficientes días de calor para disfrutar vistosas caminatas a lo largo de barrios como Dorćol y Savamala. E igual permitía sentarse a tomar el sol y disfrutar la vista desde la fortaleza. En la antigüedad la gente solía vivir únicamente dentro de sus muros. Ahora la gente vivía dentro de cafés y nubes de humo. Probablemente mi parte favorita, los cafés. Rellenos de objetos sin sentido, luces cálidas y sillones suaves e impares no hay mejor lugar para conocer viejos o nuevos amigos. Cigarro a cigarro y tazas de café se desvelaban secretos. Una particularidad encantadora es que podías pedir cerveza y también café. ¡Nadie quedaba fuera! Nadie quedaba fuera, as algo que marco mi viaje. Incluso en los gestos malhumorados de la señorita en la caja del supermercado me sentía guardada en los corazones de la gente. Era la ciudad misma que me recogía en su deshilachada identidad, con poca exigencia y suficiente espacio para existir en un tiempo imaginario. A veces en el pasado, pegada a las paredes del hotel Belgrado y el museo de Yugoslavia, otras, solitaria y perdida entre las animadas calles sin exigencias.
Belgrade, Serbia.
Belgrade, Serbia.
Belgrade, Serbia.
Belgrado fue la primera ciudad de Europa del Este que conocí. Montada en el carro me recibieron con brazos abiertos y lamentos ahogados, edificios destruidos por la guerra y grafitis nacionalistas. De bienvenida escaleras de lúgubre belleza y la sonrisa de una mujer cálida que me ofrecía hojaldres rellenos de pasta de cereza. Los hojaldres se convirtieron en una de mis cosas favoritas y en rutina. En las mañanas nunca faltaba el pan ni el yogurt bebible, que me hacía agua el corazón pues me recordaban al que me daba mi mamá. Aun kilómetros cruzando el atlántico me sentí en casa. El mar era una cosa que le faltaba a Belgrado, pero te podías engañar con la vista del rio Danubio, resplandeciente bajo el sol tenue de otoño. Aunque el aire se preparaba ya para el invierno, octubre aun dejaba suficientes días de calor para disfrutar vistosas caminatas a lo largo de barrios como Dorćol y Savamala. E igual permitía sentarse a tomar el sol y disfrutar la vista desde la fortaleza. En la antigüedad la gente solía vivir únicamente dentro de sus muros. Ahora la gente vivía dentro de cafés y nubes de humo. Probablemente mi parte favorita, los cafés. Rellenos de objetos sin sentido, luces cálidas y sillones suaves e impares no hay mejor lugar para conocer viejos o nuevos amigos. Cigarro a cigarro y tazas de café se desvelaban secretos. Una particularidad encantadora es que podías pedir cerveza y también café. ¡Nadie quedaba fuera! Nadie quedaba fuera, as algo que marco mi viaje. Incluso en los gestos malhumorados de la señorita en la caja del supermercado me sentía guardada en los corazones de la gente. Era la ciudad misma que me recogía en su deshilachada identidad, con poca exigencia y suficiente espacio para existir en un tiempo imaginario. A veces en el pasado, pegada a las paredes del hotel Belgrado y el museo de Yugoslavia, otras, solitaria y perdida entre las animadas calles sin exigencias.